La tierra bendecida
El Qur’án da cuenta de varios du’a de Ibrahîm (as), donde se nos sitúan en el momento de la fundación de la Kaaba, la Casa Inviolable de Adoración en el valle de Bekkah. Se trata de la culminación de la trayectoria de Ibrahîm. Si en el du’a de su juventud él y un pequeño grupo de discípulos se encomendaban a Al-lâh, buscando protección frente a las persecuciones de sus compatriotas, en el momento de la fundación de la Kaaba su mirada abarca a las generaciones venideras. Así pues, está dirigiéndose a nosotros, a todos aquellos que tratan de vivir en la tierra como seres que reconocen su sometimiento a la Fuerza matricial de la existencia, y que admiten como algo real y vinculante el fenómeno universal de la profecía: el misterio del encuentro con el Creador en el interior insondable de todas las criaturas. En la primera parte de la aleya 2: 126, Ibrahîm se dirige a su Sustentador: “¡Oh Sustentador mío! Haz de esta una tierra segura y provee de frutos a aquellos de sus habitantes que tengan confianza en Al-lâh y en el Último Día.”
(Qur’án 2: 126) Esta plegaria la realiza Ibrahîm en solitario. Tiene que ver con su trayectoria y largo exilio en busca de ese lugar de reposo, la “tierra bendecida” donde los creyentes no sean perseguidos y puedan recibir los frutos de su confianza y apertura a Al-lâh. En esta sencilla petición se cifra toda la esperanza de Ibrahîm, tanto para ésta como para la Última vida, para el dunia (lo superfluo, lo perecedero) y el ájira (la “otra vida”, lo que nos sobrevive de nosotros mismos). La seguridad es el espacio donde la adoración pueda desarrollarse, sin los inconvenientes de las disputas y las desavenencias que ha vivido. Ibrahîm ha descubierto esa tierra en un valle estéril, el valle de Bekkah. La esterilidad el valle es una protección: no encontramos aquí a ningún tirano (ni ninguna multinacional) que se interese por estas tierras áridas, abandonadas a su suerte. Allí, apartado de todo lo mundano, es posible fundar una adoración basada en la plena confianza del hombre hacia Aquel que lo ha creado. Los frutos que han de cosechar los creyentes no son inherentes al valle. Si la tierra que Ibrahîm ha encontrado es “bendecida” (mabruk, con baraka) es porque en ella existe seguridad y sosiego. No se puede decir que un espacio geográfico concreto es esa tierra por los siglos de los siglos, sino que cualquier espacio donde los hombres encuentran esa seguridad (la ámana o protección de Al-lâh) se convierte automáticamente en una tierra bendecida. Tras la petición solitaria de Ibrahîm, Ismael (as) se suma a su plegaria: “¡Oh Sustentador nuestro! ¡Acéptanos esto: pues, ciertamente, sólo Tú eres quien todo lo oye, quien todo lo sabe! ¡Oh Sustentador nuestro! ¡Haz que estemos sometidos a Ti, haz de nuestra descendencia una comunidad sometida a Ti, muéstranos nuestros ritos de adoración y acepta nuestro arrepentimiento: pues, ciertamente, sólo Tú eres el Aceptador de Arrepentimiento, el Dispensador de Gracia! ¡Oh Sustentador nuestro! ¡Suscita en nuestra descendencia a un profeta de entre ellos, que les transmita Tus mensajes, les imparta la revelación y la sabiduría, y les haga crecer en pureza: pues, ciertamente, solo Tú eres todopoderoso, sabio!”
(Qur’án 2: 127-129) Ibrahîm e Ismael piden a Al-lâh la aceptación de sus obras. El destructor de los ídolos sabe que la verdadera religión no está en la veneración de ningún templo, sino que éste se presenta como un lugar vacío, que contiene en potencia todo lo creado. Este es un aspecto clave de la adoración que Ibrahîm nos enseña. La pregunta es: si Ibrahîm es el destructor de los ídolos, ¿por qué la fundación de un “templo”? La respuesta es la propia configuración de la Kaaba, como un lugar sin signos distintivos, y por tanto abierto a todas las vivencias e interpretaciones. Un simple polo de orientación que nos permite eludir la orientación hacia lo otro que Al-lâh. El vacío que la Kaaba representa es lo más difícil de aceptar. Postrarse ante un lugar vacío, en dirección a una piedra negra. Ausencia de rasgos distintivos, de todo aquello que separa. La Kaaba es una caja de resonancias, no limita lo que contiene el corazón del hombre, sino que actúa como un crisol, donde se posan las plegarias. La quibla evita la dispersión, es la superación del hecho de que el monoteísmo abstracto conduce a perder todo sentido. Conocemos las trampas de la teología: la separación dogmática entre Al-lâh y las criaturas conduce a las masas hacia el ateísmo, es el mismo ateísmo que adopta una forma religiosa. La Kabba señala la presencia de Al-lâh sobre la tierra. Orientarse hacia la piedra negra es convocar esa presencia, indisociable del vacío de representaciones. Si en un primer lugar hemos visto como Ibrahim rechazaba la posibilidad de ver a Al-lâh en lo creado, la experiencia del sacrificio del cordero ha abierto para la ummah la posibilidad de una comprensión más honda. Se trata de la superación de la última de las fracturas, la que media entre la trascendencia y la inmanencia. Los creyentes sienten a Al-lâh en cada gesto de ternura, pero los teólogos nos dicen que amar a Al-lâh es imposible. Esta es una fractura específicamente teológica, que nada tiene que ver con aquello que experimentan a diario los creyentes de todas las religiones. Ibrahîm ha completado su experiencia de la trascendencia absoluta de Al-lâh y nos lega una posibilidad de vivir el ajira en el dunia, la total apertura en el mundo de las formas. Este es el logro más profundo del islam, la posibilidad de una religión no religiosa, de una espiritualidad que se basa en unas formas que no limitan la experiencia individual, por ser capaces de contener infinidad de perspectivas. ¿Acaso la destrucción de los ídolos no era la ruptura de aquello que une a los hombre en una comunidad unificada? Si todos los hombres se vinculan a su Sustentador únicamente por lazos interiores, ¿qué será de la comunidad? ¿acaso no nos aboca eso a una pluralidad de visiones y a la dispersión de los creyentes? La fundación de la Kaaba nos posibilita mantenernos unidos en torno a unas prácticas de adoración que no limitan nuestro desarrollo interior ni nos separan. La piedra negra no es un ídolo, en la medida en que no es objeto de adoración. Lo importante es tener un foco de orientación común, alrededor del cual cada uno puede experimentar su propia vivencia. Todas las vivencias son con respecto a Al-lâh, pero cada una de ellas se expresa de un modo diferente. Si convertimos esa diferencia en objeto de culto, estamos obligando a los demás a aceptar nuestra experiencia de la divinidad, que en realidad está limitada por nuestra pequeñez de criaturas. Cuando los musulmanes se postran codo con codo, cada uno lo hace desde si mismo hacia el infinito. La kaaba, como polo de orientación, es el elemento que nos permite postrarnos el uno junto al otro, preservando nuestra vivencia como un secreto intransferible. Así se logra una comunidad de hombres que se unen en función de aquello que su corazón contiene, y no de unas ideas o unos signos de identidad externos. Todos se postran hacia ella, pero nadie discute por una piedra negra. La humildad de Ibrahîm. En su ancianidad, completada su misión en esta tierra, pide a Al-lâh que acepte su voluntad de retorno (tawba) y haga de Él un musulmán, un ser completamente sometido. Al afirmar que solo Al-lâh es el que puede aceptar el retorno del hombre, quiere decir que ningún hombre puede juzgar el sometimiento de otro hombre. Esto quiere decir que solo “del otro lado” (de Al-lâh) se recibe nuestro retorno, nuestro arrepentimiento. Nosotros no nos hacemos musulmanes: es Al-lâh quien nos ha creado como seres sometidos. Postrarse es abandonar toda resistencia, pedirle a Al-lâh que nos conduzca. En su ancianidad, Ibrahîm le pide a Al-lâh que nos desvele las prácticas de adoración. Es en este desvelamiento donde el hombre se somete: ir entrando en confianza con Al-lâr, ir aprehendiendo e interiorizando el sentido de las prácticas de adoración. Este es el modo como Al-lâh hace que una comunidad le este verdaderamente sometida: suscitando en ellos el sentido de la ‘ibada. Realmente, tan solo cuando los hombres se hacen conscientes de que esos ritos han sido y están siendo revelados para ellos, y que tienen que ver con sus aspiraciones más profundas, no necesitan ya de nadie que se los imponga. Se adaptan naturalmente a ellos, sacrificarán corderos. En este momento podemos decir que las prácticas de adoración nos han sido reveladas. Hasta entonces, podemos desear que esto suceda, pedirle a Al-lâh con Ibrahîm que nos revele el sentido de la ‘ibada, que no nos permita hacer movimientos físicos sin sentido, como autómatas ante un templo vacío.
Epílogo: sobre la fiesta del sacrificio del cordero Todo viene de Al-lâh, y hacia Él es el retorno. Es fácil de decir, pero asumir este hecho no es tan fácil. Hay que aceptar el sueño como guía, estar a la espera del mandato que nos lleve como un cordero al sacrificio. No vale la pena vivir una vida de espaldas a ese sueño, de espaldas a los signos mediante los cuales Al-lâh se nos revela. Hay que asumir ese mandato interno que hace de nosotros califas de la Creación, criaturas libres de todo lo mundano, capaces de vivir entre las criaturas como seres del otro mundo en este. Con ello, hemos roto las barreras, nirvana es samsara, el âjira es el dunia. En el ‘eid al-adha celebramos la cumbre del peregrinaje místico de Sidna Ibrahîm, que la paz sea con él, el encuentro entre el amor humano y el amor divino. Es el secreto de la piedra negra, polo de orientación, lugar de encuentro para los seres sometidos. Ibrahîm ama a su hijo, y ese amor es un vínculo sagrado, el mismo vínculo que une a Al-lâh a sus criaturas. Así pues, el amor a Al-lâh puede realizarse. Cuando somos capaces de amar desprendidamente, dirigirnos a las cosas y a las criaturas con la plena conciencia de que están siendo creadas por Al-lâh, aquí y ahora. Cuando somos capaces de ver las cosas en el momento de Su creación, entonces el bien y el mal se evaporan, se desvanece todo juicio y estamos dispuestos a aceptar y obedecer, a gozar y sufrir en compañía de nuestro Sustentador. Al-lâh no quiere que renunciemos a nuestro amor por lo perecedero, ni siquiera a nuestro amor propio, sino que nos amemos como criaturas sometidas, como musulmanes, con nuestras limitaciones y defectos, en la certeza de que no existe otra Realidad que Al-lâh. ¿Cómo no vamos a amar todo lo que nos rodea si no existe nada más que Al-lâh? Ciertamente, no amo lo que se desvanece.
¿Y quien, sino alguien de mente débil, querría abandonar la fe de Ibrahîm a quien, en verdad, favorecimos en esta vida y en la próxima estará, ciertamente, entre los justos?
(Qur'án 2:130)